Wednesday, September 15, 2010

Independencia


15 de septiembre. Uno de los días más movidos para La Cambalacha. Hace dos años vengo diciendo cada 15/9 que "este será el último", por varias razones. Sin embargo, cada año, al ver a todo el pueblo reunido, me recuerdo de porqué lo hacemos. Es uno de los dos encuentros más masivos del año - la feria es el otro.

Por segundo año hicimos maratón - tres municipios en un día. El grupo de 22 jóvenes presentó una coreografía que llevamos todo el año trabajando (ver video). Entre muchas otras cosas que hacemos, es uno de los proyectos artísticos favoritos del grupo porque con sus presentaciones se han vuelto medio famosillos entre la juventud de las comunidades.

Como siempre, en la primera comunidad tuvimos que esperar dos horas para pasar. Ahora está de moda el baile "Duranguense". No tengo más referencia que la interpretación local de dicho estilo dancístico, pero lo que he visto parece una chiripiolca a la tex-mex. Lo que me salvó fue que, medio escondidos detrás de las bocinas, pasé un buen rato platicando con un maestro bien buena onda.

Fue el primer maestro local en traer a sus alumnos a talleres en La Cambalacha hace siete años. Me contó que estaba trabajando con el libro La Patria del Criollo con su clase de 6to primaria. También me contó que tuvo problemas con tres padres de familia por lo que les estaba enseñando a los niños. Me dijo los apellidos de los padres que se quejaron y resultaron todos ser de las familias más influyentes en la comunidad. Es una comunidad muy pequeña en la que al menos el 90% de la población vive en condiciones de pobreza, y el resto más o menos - por lo que influyentes no quiere decir que manejen Mercedes Benz. Su estatus se mide en cuanto a que pueden costearle la educación secundaria completa a sus hijos, casorio con misa y almuerzo, zapatos lustrados y un celular. Caminan con la cabeza en alto y la mirada prepotente. Son los mandones del pueblo y no les gustó lo que estaba enseñando el profe - verdad, liberación, pensamiento crítico...

"Si le hablás a la gente de estas cosas, te dicen que estás loco" me decía el profe de sus propios paisanos. No se cuestiona la costumbre. No hay búsqueda. Sólo hay miradas vacías, con una mano aguada sobre el pecho, y la fonomímica colectiva a la hora de entonar el himno nacional.

En la segunda comunidad llegamos, bailamos, empezó a llover y nos fuimos, sin tener que esperar.

En la tercera comunidad tocó esperar otra vez. Ahora eran convites. Danzas lineales con unos 20 bailarines vestidos de vaqueros y vaqueras. Uno duró media hora - dando eternamente lentas vueltas y vueltas en la cancha de básquet donde al menos 500 espectadores parados bajo sombrillas no parecían molestarse por lo largo y monótono del espectáculo. En esta, yo era la única guatemalteca no Maya. De repente me di cuenta de que - después de tantos años de estar en el mismo lugar, el mismo día - por unos minutos, y por primera vez, se me olvidó el detalle de mi cara de leche entre tanta piel canela. El color de la piel nunca había sido un tema en mi vida - crecí rodeada de un arco iris de tonalidades - pero aquí, y especialmente en situaciones como hoy, puedo ser la única de un color diferente a los demás.

Caché en el primer año que con el estilacho medio hippie que acostumbraba, el proyecto jamás sería aceptado. Logré la confianza de quienes entretenían mis preguntas y pude enterarme de que mucha gente aquí piensa que la gente que viene de fuera (capitalina o extranjera) son personas promiscuas, drogadictas, degeneradas, rechazadas en sus lugares de origen, delincuentes, criminales, escapadas de la cárcel, sucias. También me enteré de que hay maestros que enseñan estas creencias a los niños en las escuelas.

Alteré un poco mi vestir. Me saqué el peircing de la nariz. Cuidé mis juntas en público. Dejé de ir a las fiestas del barrio de extranjeros, y busqué el camino de menos controversia. ¿Si los padres de familia no dejaban que sus hijos llegaran a La Cambalacha, cómo íbamos a poder dar clases? Decidí que eso era más importante que la ropa o el peircing y fiestas de turistas me empezaban a aburrir terriblemente.

Mientras platicaba con el profe, sentía un alivio gigante. No estaba sola- ni por ideología, ni por supuesta locura (según aquellos padres influyentes y más de la mitad de la población nacional), ni por la desesperación de ver ya el despertar en nuestras familias, nuestras comunidades, nuestro mundo. Fuera cual fuera mi color de piel, hablando con el profe, no estaba sola.

Maestros y maestras de tendencias más conservadoras pasaban echándonos miradas sospechosas al ver nuestra mal disimulada complicidad. Un profe Tz´utujil de enseñanzas radicales hablándose al oído con la capitalina esa que no hay modo que se vaya. La verdad es que no les caemos bien porque somos educadores comprometidos y saben que nos damos cuenta de su haraganería docente.

Después de las tres presentaciones - una bajo techo, una bajo sol y una bajo lluvia - en una jornada que había comenzado a las 8am, terminamos exhaustos a las 5:30pm. Contentos. Sintiéndonos unidos. Victoriosos. Orgullosos de un buen trabajo. Habíamos dejado al público con la boca abierta, como siempre. Y también, como siempre, conscientes de que hay quienes nos quieren, y quienes no. En fin, nadie es monedita de oro para que lo quiera todo el mundo.

La plática con el profe me dio esperanza. Me recordó de que no estamos solos y que cada día somos más.

Tuesday, September 7, 2010

la Guerra nunca terminó, sólo tuvo un descanso

El sábado vi la película E.T. con mi hijo. Tenía más de veinte años de no verla, a pesar de que había sido de mis favoritas de niña. Me transportó a los ochentas, a mi niñez en Estados Unidos. En ese entonces, la idea de Guatemala me provocaba terror. Mi madre trabajaba con refugiados de todo Centro América y desde muy pequeña eschuché testimonios de masacres y torturas. Para cuando regresamos a Guatemala, la situación se había tranquilizado. Recuerdo que con trece años caminé toda la Avenida Elena, desde la 16 calle a la 4ta, a las once de la noche. En esos años me asaltaron un par de veces - para arrancarme la mochila - pero sin violencia, sin cuchillos o pistolas.

En retrospectiva, siento que viví lo más cercano a una segunda primavera en Guatemala. Por una década, me sentí segura en mi país. Sentí libertad en las calles, en las camionetas y en las noches. Claro que habían ladrones, pero no te mataban. No eran asesinos. Eran chavitos haciéndose los gruesos, buscando fondos para ir a jugar a las maquinitas o comprar pegamento. Representaban un estorbo más que un peligro. Sólo los millonarios tenían de qué preocuparse realmente - con secuestros y asesinatos - pero si no tenías BMW y rolex de oro, se podía vivir con tranquilidad - al menos comparado con estos tiempos.

Enchamarrados con mi compañero y mi hijo, con una casi tormenta tropical del otro lado de la ventana, vimos E.T. y me recordé de esa tranquilidad. Antes, una lluvia fuerte no me hacía correr por la mochila de emergencia, y un viaje en camioneta no era jugar a la ruleta rusa. Pero lejos han quedado esos tiempos. Tan lejos, que ya ni los recordaba si no era por el extraterrestre del dedo iluminado que quería volver a casa.