Recientemente estuve en casa de mi madre y saqué la caja de fotos.
Buscando imágenes de juventud y frescura.
Queriendo contemplar la belleza que fui.
De dientes más blancos.
Cutis más tersa.
Cabello más brillante.
Cuerpo más fino.
Y sí.
Encontré la cutis más tersa, así como el cabello más brillante y el cuerpo más fino.
Pero también encontré lo olvidado.
Lo convenientemente negado.
La incomodidad que siempre me ha acompañado.
Ese detalle se me había escapado.
Me convenía más creer que la incomodidad era por los años.
Pues aquí yo recordando una yo de antes, más perfecta, superior.
Pero al ver las fotos,
no eran las perfecciones las que me saltaban a la vista,
sino la incomodidad.
Saqué la otra caja.
La que contiene esas fotos aún más antiguas.
Fotos de una bebé. Una niña. Una adolescente.
En todas, allí está, totalmente presente, la incomodidad.
La tensión.
La mirada dudosa.
Como pidiendo permiso y perdón al mismo tiempo.
Perdón por existir.
Permiso para desaparecer.
Dolor.
Por ser cobarde.
Por ser pequeña.
Por ser diminuta.
Por ser nada.
Perdón.
Pero sí.
Siempre me ha incomodado existir.
No por desagradecida.
Ojalá no se me malinterprete.
Más bien por la sensación de imposible.
Imposible contener el amor por cuánta muestra de belleza.
Imposible expresar la admiración que siento.
Imposible decirles cuánto me asombran.
Es tanto.
Y el mundo tan grande.
Y yo, tan pequeña.